viernes, 16 de julio de 2010

La equivocación


Es posible que todos nos equivoquemos. Que el error sea siempre una posibilidad vigente. Y que el fallido persista como un acto certero.

Muchas veces me pregunto si me equivoqué o no. Y aunque el pasado no me atormente, me permito pensar en mis decisiones tal vez para sostenerme. Para convencerme de que fui consecuente, entre lo que pienso, lo que digo y lo que siento.

Bravo.

No creo que haya una forma de vivir la vida sin equivocarse. Ni que el error pueda ser erradicado de nuestra cotidianeidad.

Pero hay desde mi punto de vista dos alternativas de relacionarse con la equivocación.

Honrarla y sostenerla en su persistencia u observarla para poder asumirla y trascenderla.

Hay quienes viven en la equivocación, la celebran y enaltecen. Y hay quienes se desesperan al advertirla, se incomodan al constatarla, y movilizan molestos para evadirse de ella.

Suele ser más fácil ver la equivocación en el otro que advertirla en uno mismo.

Tal vez cierto rasgo de madurez nos invita a estar atentos ante esta tendencia. Para detenernos al momento de buscarla en el otro, y procurarnos encontrarla en nosotros mismos.

Al suponer que la equivocación está en el otro, seduce la expectativa de persuadirlo. De convencerlo para tomar un camino, que lo libere del despropósito.

Es como que desesperados queremos entregarle los lentes del “buen visionar”. Para que se dé cuenta de una vez por todas, que debe liberarse del fallido.

Escabullirse para encauzarse.

Indicamos de una vez y para siempre, que el camino es para allá.

Claramente, para allá.

Nosotros sentimos que lo vemos. Y el otro, debería haberlo visto.

Entonces, entregamos la certeza y esperamos que corrobore.

Con la ilusión de que tarde o temprano podrá verlo. Situarse en el camino apropiado, recorrerlo.

Aún sabiendo que es nuestro punto de vista.

Pero la sana expectativa se desvanece al enfrentarnos otra vez con la pequeñez de nuestra vida, que sólo puede advertir otros caminos ajenos, pero nunca puede resolverlos.
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