viernes, 21 de octubre de 2011

El Provocador


Al provocador no le tengo ningún miedo. Lo veo cada tanto sólo para que me despabile.

Quizás por eso pensó en el método del sablazo o la cachetada.

Así que se despacha a gusto.

Mientras yo lo miro como si no pasara nada.

Me pregunto qué le pasa a este hombre. Por qué cae con tanta facilidad en la violencia. Se deja apresar sin resistencia de las agresiones. Y lanza las palabras con ánimo de puñaladas.

Pero no digo nada. Pienso ante la obra que acontece.

Hablo siempre. Contesto a veces.

Siempre.

Lo escucho.

Me mira y lo miro. Como si estuviéramos los dos presos del momento. Imbuidos en un contexto confidencial y eterno. En un recóndito lugar de la ciudad de Buenos Aires.

No es poco lo que hacemos.

Miramos la vida desde distintos ángulos.

A veces, eso sí ocurre. Algunas veces.

El me sugiere lo que ve y lo que yo tal vez no percibo.

Entonces insiste para que me despabile. Y exijo una mayor explicación para que fundamente. Una descripción más precisa que delate su mirada.

Todo ocurre con el trasfondo de una provocación cizañera. Que generalmente se desahoga desde los primeros minutos.

Nunca sé por qué. Pero sospecho.

Entonces la provocación anda a sus anchas. Agazapada por momentos parece que se ausenta. De repente asesta.

El da y yo recibo. Aunque, a veces, también doy.

Para qué voy a mentirme.

En el final no ocurre nada notable. Me llevo los golpes que tal vez me avivaron.

Y camino ileso, despacio. Recobrando la conversación que permanece.

Mientras respiro el reconfortante aire de esta gran ciudad.



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