martes, 28 de julio de 2015

Desconfiado

He nacido desconfiado o me he hecho desconfiado. Luego con el tiempo he morigerado esa actitud de
desconfianza que era indeclinable y he asumido cierta tranquilidad al respecto para transitar la vida. Quizás por supuesto en cuestiones de menor relevancia, donde el perjuicio de relajarse y ser fácilmente engañado, no suele ser costoso.

O sale barato.

En cuestiones relevantes, decisivas, por supuesto que no me he relajado en absoluto. El espíritu desconfiado me acompaña tan vigente como en mis primeros años y de repente me impone alertas, que me dicen, fijate.

Tené cuidado.

Mirá bien, no vaya a ser cosa que por despreocuparte el otro te embarulle, te joda. O termines siendo presa fácil de la patraña ajena.

Por eso quizás estoy en guardia. Alerta.

Cuando me llama un telemarketing por ejemplo, lo escucho con atención y cordialidad. Y aunque me ofrezca el premio que indefectiblemente me gané. Y me prometa que sólo debo ir a buscarlo. O aceptarlo.

Sea un viaje a Punta Cana. O un auto que me será regalado.

Digo…

Te agradezco la llamada, pero no me interesa.

Y procuro cortar con ese dejo de cordialidad, sin impactarle en forma negativa la emocionalidad del trabajador que intentaba darme la buena noticia, sin mencionarme la letra chica.

Pero debo ser justo y decir, sin riesgo de equivocarme, que ese espíritu de desconfianza abusivo que sostenía de pequeño, ha quedado reducido a cuestiones de importancia.

Si aún lo sostengo o lo recomiendo, es porque los valores de la honestidad, sinceridad y buenas prácticas, aún no se han impuesto. Y algunos seres confundidos se valen de artimañas precarias pero efectivas para lograr sus propósitos, en favor de sus beneficios y a costa de nuestros dolores de cabeza.

Si bien es cierto que la desconfianza no nos va a salvar, al menos nos preserva.

Lo único que tenemos que tener cuidado es de no volvernos seres desconfiados que, preservados de los riesgos, achiquemos nuestro mundo.

Estemos atentos.

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