miércoles, 27 de abril de 2016

La clase de teatro



Hace un tiempo había decidido retomar yoga. A esta altura no tengo la menor de las dudas sobre la conveniencia de ejercitar esa práctica milenaria. Conveniencia recomendable para quienes quieren aquietar la mente, flexibilizar el cuerpo, sentir mayor bienestar…

Y sí, ser también un poco más felices.

Para simplificarlo de algún modo, porque por supuesto el maestro no puede garantizarle eso al alumno. Sólo puede ofrecerle su espacio, tirarle de algún modo la mano. Una soga o un puente. Algo que a usted le permita avanzar, superarse, alcanzar tal vez el objetivo o merodearlo.

En fin.

Es quizás el riesgo de aburrimiento que me llevó a buscar después una clase de teatro. Si al yoga le sumo teatro el mundo va a ser más interesante e intenso, pensé.

Me anoté como pude en uno de los espacios que encontré en Internet. Y me apersoné otra vez ayer a la tarde, es decir a la tarde noche. O bien a la noche.

20.15 abrí la puerta del lugar y me senté a la espera de que comience la clase.

Pronto llegó Raquel, Marcelo, Martín…

No estoy en ese grupo -me quejé.

No Juan, es que somos los del verano. Por eso no están los de teatro. Dice Mariano sin despegar la vista del celular.

Ahh.

Ya te pongo.

Dale, buenísimo.

Igual, no miro mucho watupp. Pero poneme porque es bueno ser parte.

Dale.

Buensímo.

Sí, buenísimo. O algo así le dije mientras llegaba la negra, que apagaba el pucho, se sacaba la bufanda y se tiraba sobre nosotros a darnos un beso.

Mucho frío.

Sí, mañana dicen que habrá sudestada. Van a cerrar la costa.

Será cierto?

Quién sabe. Hoy está terrible, parece que se adelantó el invierno.

Sí, se adelantó. Digo.

Justo llega Marcia. Pasen chicos, grita cuando camina a paso firme.

Se levanta la negra. Se levanta Mariano. Me levanto yo, Raquel, Pitu y el resto que avanzan hacia donde va la profesora. Pasamos la puerta del otro salón y llegamos a las gradas. Nos sacamos las camperas, las zapatillas. Algunos gorros.

Qué frío chicos.

Sí, está terrible dice alguien. O varios. 

Vamos rápido al escenario. Es decir al lugar amplio donde hay una base de madera de unos cuantos metros. Nos ponemos en ronda y nos aprestamos a participar de la cuarta clase. Con el ejercicio primario e irrenunciable. El que hacemos siempre. El que cansa y agobia.

Nombres.

Juan. Pepe. Pedrito. Estefi…

Otra vez.

Juan. Pepe. Pedrito. Estefi.

Ahora para el otro lado, tocándole el hombro al compañero lo mencionamos.

Pepe. Pedrito. Estefi…

Luego a caminar. Caminar decididos. Vamos chicos, caminen. Caminen.

Voy para un lado, vuelvo para el otro. Voy despacio, relajado. Ya caminé como quince cuadras. pero está bueno caminar. Caminar entre todos.

Vamos chicos. 

Camino, camino.

Ahora se miran y ocupan los espacios vacíos.

Más rápido…

Que no queden espacios vacíos. 

Nos miramos, ocupamos los espacios vacíos. Caminamos más rápido.

Ya ha pasado más de una hora y todos estamos más contentos que cuando entramos. Lo vemos en las caras. En las sonrisas. En el estado de ánimo personal e intransferible que se escabulle desde nuestro interior para delatarse de alguna manera en nuestros rostros.

Alguien quiere aprovechar a ir al baño. Es ahora. 

Nos retiramos del escenario, algunos volvemos a las gradas. Nos sentamos. Casi ya estamos listos para retomar.

Sobre todo los ansiosos.

Jenny, no? 

Sí, Jenny.

Ahh.

Está buena la clase.

Sí, está buena.

Vos hiciste teatro.

Algunas veces. Pero vengo a divertirme.

Ahh, yo también. A despejarme por el trabajo.

Vamos chicos, dice la profesora.

Pepe fila uno. Maria fila dos. Juan fila tres. Arturo fila uno. José fila dos. Chuli a la tres.

Pronto los tres equipos estamos formados y tenemos que hacer una improvisación. Escucharemos música, deberemos caminar y luego sí, hacernos cargo de la actuación. Es la cuarta clase y no hay mucha confianza. Eso lo sabemos todos. Por eso el trato medido, cuidado, delicadamente cordial y respetuoso. 

Cosa que no quita que por ejemplo a la negra le digamos la negra. Porque según ella lo hizo saber, así le gusta que la llamen.

Es justamente ella quien debe pasar con su grupo primero. Así que la vemos que se acomoda en el escenario junto con sus compañeros, mientras comienza la música. 

Caminan tranquilos. Algunos bailan. 

Hay quienes caminan más decididos y quienes lo hacen con cierto resguardo. 

De repente se apaga la música. Es la hora de la acción.

Se miran mientras caminan.

La negra empieza a gritar. Grita más fuerte. Como si la estuvieran golpeando. O peor, como si la 
estuvieran acuchillando.

Estela sale al encuentro y la agarra. Pero no sirve de nada, la negra es presa de un ataque frenético y repentino. Grita, solloza. Maldice la vida, mientras su compañera falla en sus intentos de contenerla.

La negra libera alaridos como si estuviera endemoniada. Las otras compañeras solo perciben desde los costados, mientras ella forcejea con Estela. 

Miramos desde las gradas.

Está bien, dice la profesora. 

Todos aplaudimos. Y comenzamos a comentar. Es en general un buen feedback que cierra la actuación.

Ahora ustedes, dice la profesora mirándome.

Empieza la música y caminamos. Solo tiendo a golpear con la punta del pie el piso en cada paso o paso de por medio. No sé por qué lo hago. Pero golpeteo con las puntas cada tanto. 

Se corta la música. Solo sé que no haré nada. Me contendré y reposaré en la tranquilidad que aporta pasar desapercibido. Acompañando al grupo, pero sin el más mínimo protagonismo.

Me quedo callado un poco sobre el fondo. Miro desde lejos, parece que no sucederá nada relevante.
Bueno chicos, bienvenidos a la clase de teatro. Escucho.

Es Raquel, ha dicho bienvenidos a la clase de teatro. Nos ha salvado.

Una ronda, dice.

Me acerco sigiloso, titubeante.

Juan, digo. Golpeo al compañero de al lado, Pedro.

Esteban me mira, yo soy Juan pero él no es Pedro.

Juan. Pedro. Josesito. Cuánto más, digo. Vos, Estelita no? Estoy aburrido, digo. Susurro primero, luego parezco tomado por una fuerza extraña que necesita liberarse. A BU RRI DO. Digo, grito, me exaspero. Camino en círculo. Cuántas clases más nos vamos a decir los nombres. Juan, Pedrito. Josesito. Hace 20, 30, años que soy Juan. Juan. Juan. Siempre Juan.

Ahora la ronda, digo. Zip. Zap. Sip.

Me miran extrañados.

Mancha, mancha. Digo mientras corro.

Shock eléctrico. Shok, Shok. JAAA. SHOK SCHOK

Estelita pregunta si quiero dar la clase. No, digo. Disculpe. Me quedo apaciguado. 

Dale Juan, dice Corcho. Da la clase.

Todos me miran pero me siento aplacado, quieto. Otra vez recluido en la coraza de la timidez que evita la vida e impide desplegar la autenticidad.

Me Mira Jose, Mariano…

Dale Juan, escucho.

A volarrrr grito y voy directo a Pitu, la más chiquita que está sobre el fondo junto al telón. La levanto y empiezo a girar entre gritos. Volarrrr, volarrrr. Pitu ríe y extiende los brazos mientras nos desplazamos por el escenario perdidos en una dimensión que desconocemos, hasta que detenemos el vuelo.

Pitu se acomoda y nos reímos.

Otra vez el silencio. Pareciera que todo ha terminado, que volveremos a nuestras vidas para seguir siendo los mismos. Nadie dice nada. Solo hay silencio y quietud.

Vamos al centro, reclamo. Al centro. De la mano.

Nos agarramos de la mano. 

Ahora, con TODOOOO. Gritemossss.

Damos vueltas cada vez más rápido, con más gritos.

Más rápido.

Gritamos. Con todo. Ahhhh.

Al pisooo.

Aghhhhhgldkxkshahhhhaa. 







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sábado, 23 de abril de 2016

Decir


Un poco me inquieto con algunos temas y me sale la opinión con la intención de poder incidir en la realidad y favorecerla. 

Es esa una ilusión que me impulsa a abrir la boca o a tirar palabras. Sin esa ilusión, carecería de la motivación que le da ánimo al sujeto para que abra la puerta el mundo, se haga presente y manifieste su punto de vista.

En última o primera instancia el sujeto que dice lo que piensa creo que es un sujeto inconformista. Por eso asume la incómoda actitud de manifestarse tanto en los acuerdos como en los desacuerdos con los demás. 

¿Por qué lo hace?

Creo que en muchos casos lo hace por convicción propia. Para salvar su dignidad y evadirse de la comodidad que ofrece la posibilidad de no jugarse nunca por nada, honrando así la actitud pusilánime del ser cobarde y especulativo.

Cuando alguien opina desde sus entrañas se hace cargo de la incomodidad de enfrentar al mundo. De poder relacionarse con él para transformarlo. Para alinearlo en sus mejores posibilidades.

Esa gente que puede hacerse cargo de su auténtico pensamiento y rehuye a la posibilidad de silenciarlo para evitar problemas, hace una contribución notable a la realidad.

Son ellos quienes con sus palabras favorecen la evolución de la realidad. 

Quienes con su actitud honran la dignidad del ser humano.

Y, si parece excesivo lo que digo, sabrán disculpar.

Es que sospecho que predominan los acomodaticios, y nada mejor que inquietarlos.

Si algún día se rebelan, la realidad evolucionará más rápido.





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domingo, 17 de abril de 2016

¿Por qué creer en la escritura?


Creer porque la escritura es un mundo en el que podemos participar todos. Un espacio que posibilita la expresión desde lo más auténtico de nuestro ser. Y en consecuencia permite desplegarnos de ser quienes somos hacia quienes podemos ser.

Creer porque el mundo simbólico es el terreno fértil de la reflexión. Facilita la comprensión de la realidad, por ejemplo. Para luego poder abordarla con mayor precisión e inteligencia.

Porque el espacio reflexivo favorece la posibilidad de tomar mejores decisiones para incidir en el mundo.

Caso contrario obraríamos por impulso, como una respuesta inmediata a lo que nos acontece.

La escritura en este sentido media entre lo que ocurre y nosotros. Ofreciéndonos un espacio para la conceptualización que beneficia luego el accionar conveniente.

Es la palabra la que puede representar la realidad y describirla. La que puede liberar estados emocionales que nos atormentan de dolor o nos exceden de alegría, o deambulan dentro nuestro como si estuvieran golpeando puertas para salir y liberarse.

Por eso también creer en la palabra.

En los poetas o en los niños que escriben sus versos. Que hacen sus dibujos. Que expresan sus afectos.

Siempre creo en quienes dicen lo que piensan. En quienes se juegan por sus convicciones. Y renuncian a la pantomima para lucir siempre bellos ante los ojos de los demás.

La palabra nos libera. Nos desahoga. Nos protege…

Nos revela ante los demás y ante nosotros mismos.

Creo que en la Argentina vivimos un tiempo de recuperación de la palabra. Pareciera que muchos ciudadanos han decidido utilizarla. Y está bien que así sea.

La usan y la despliegan con la convicción de quien sabe lo que hace. De quien sabe lo que quiere.

Como un acto de rebelión innegociable frente a la realidad que los provoca.

La emplean para decir lo que sienten. Para manifestarse. Para maldecir o bendecir el mundo que les acontece.

Hacen bien, porque la palabra es una instancia para transformar la realidad que vivimos y construir el mundo en el que queremos vivir.

No es una instancia suficiente. Pero es una instancia necesaria.

Que se expresen quienes quieren vivir en un mundo mejor.





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sábado, 2 de abril de 2016

Volver a yoga


He decidido retomar yoga. Y hacerlo con todo, sin titubeos.

A matar o morir.

Estaba en una ciudad balnearia y resolví involucrarme nuevamente en la práctica yoguista. A esta altura no tengo dudas de los beneficios que ocasiona y la cuenta positiva que le reporta a quien participa de ese tipo de espacios.

Así que decidí ponerme el jogging y alistarme a la clase de yoga.

Llegué hasta la puerta entre abierta y golpee.

Una mujer de unos cuarenta años sonrió y me dio la bienvenida.

-Estoy unos días en la ciudad y quería ver si podía hacer alguna clase de yoga –dije.

La mujer se ensimismó en palabras, dijo que no habría problemas, que estaba por empezar. Que podría quedarme. Y cuando intentaba decirme que la primera clase era gratis, le advertí.

-Pasa que estoy hoy y mañana. Así que debería pagar por clases.

Inquerí pensando que serían baratos $50 y caros $100.

-Serían ochenta -escuché.

Ahí nomás pensé que era algo intermedio, caro.

-Pero cuánto sale por mes?

-$360

Confirmé pronto que $80 no era intermedio caro, sino caro o muy caro. Pero no podía ser tan miserable de abandonar la determinación de hacer la clase por unos ochenta pesos que hoy no alcanzan para nada. O casi nada.

-Acomodate -me dijo.

Me saqué las zapatillas y observé el lugar. Era un salón pequeño con espacio para seis o diez personas. Una chica miraba sonriente desde el costado, desplegándose a voluntad en una colchoneta azul.

Vamos a ser tres, pensé.

De repente llega Nelly. Es una señora que tiene bastante flexibilidad, cosa que descubrí después, cuando se entregaba a los ejercicios con una soltura elogiable.

Nelly llega y saluda con un beso. Luego se despatarra en la colchoneta y empieza a hacer de las suyas.

-Esperamos un ratito y empezamos -dice la profesora.

Yo por supuesto atento, medido. Percibiéndolo todo. Quietito en la colchoneta.

La puerta se abre de repente y entra un muchacho de unos treinta y pico. Me mira con cara de desconfiado y avanza a paso decidido. Pasa por delante de la profesora, de Nelly y de mí.

Avanza sin pausa y le estampa un beso en la boca a la chica sonriente. Gira sobre sus pasos y vuelve hasta la colchoneta que está al lado mío.

-Preparé algo especial –escucho.

Es la profesora, dice que armó una clase muy particular. Que vamos a trabajar con unas maderas.
No puede ser, me digo. Maldigo la idea. Quiero una típica clase de yoga. Sin innovaciones memorables.

Protesto en silencio maldiciendo la innovación, viendo los dos bloques de madera que están delante de la colchoneta.

Pronto estamos arriba de las maderas, mis compañeros y yo. Todos haciendo equilibrio.
-Estírense hacia adelante -escuchamos.

Y eso hacemos, sufriendo el desliz de la madera y manteniendo el equilibrio como podemos.

-Ahora hacia abajo…

-Brazos estirados…

Se suceden una serie de incomodidades indeseables que confirmaban la desgracia que imponía la innovación de las maderas. Mientras resisto como puedo las indicaciones de la profesora, sin la valentía de rebelarme o huir de la situación.

Solo pienso que soy un pusilánime, incapaz de defender mis intereses y acomodar el mundo a la previsibilidad que esperaba.

Debe haber sido la cara sufriente, esforzada o desconfiada la que realinea la clase a los pocos minutos.

-Ahora vamos a lo convencional –dice la profesora.

Nos desparramamos en las colchonetas. Hacemos el gato triste. El gato contento. Llevamos los pies a un lado, la cabeza para el otro.

Pide unas poses difíciles y exigentes. Me enrosco en mi cuero, mientras miro a Nelly que se despliega como pez en el agua.

-Estirá más la pierna –dice la profesora.

Soy yo, que no he quedado lo suficientemente enroscado. Todo por la convicción de llegar hasta donde termina el esfuerzo y empieza el sacrificio.

-Más –insiste.

Simulo con mayor esmero, pero no es suficiente. La profesora se acerca, me toma la mano. La pone con el pie. Se pone de atrás y me empuja. Mientras forcejeo y veo a Carlitos Paternoste con los ojos cerrados, que desde la lejanía dice…

-No te tienen que tocar en yoga.

Siento a la mujer que no cede. Con la imagen de Carlitos hablándome determinante.

Me dejo doblegar sutilmente hasta que la profesora poco a poco cede en sus pretensiones y acepta los límites de la flexibilidad.

Pide posturas propias de principiantes. Otra vez el gato enojado. El gato triste. Y de repente bien contra la pared a hacer la vela.

Permanezco con los pies en V de victoria. Quizás como un símbolo de haber llegado a esta instancia.

Ahora los ejercicios se vuelven más calmos. Una música suave comienza a ganar protagonismo.

Se apagan las luces y se aproxima el final.

Silencio y quietud.

Boca arriba, sin hacer nada. Tendidos en las colchonetas por varios minutos.

Todo muy disfrutable hasta que en plena oscuridad un trapo me cae sobre la cara con olor a limón.
Me quieren hipnotizar, pienso. Esto no lo vi nunca.

Resisto el trapo, el olor a limón, los sonidos que se imponen con una campanita. El silencio y la oscuridad irrenunciable.

Más golpeteos a la campanilla que alientan la desconfianza. Es cierto, quieren hacerlo.

Sólo sé que debo resistir hasta el final. No voy a cambiar las cosas en un acto repentino de rebeldía y locura.

Permanezco en silencio con el trapo cubriendo mi rostro, inmóvil en la colchoneta.

Sin decir absolutamente nada.





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