sábado, 16 de julio de 2016

Que nadie pregunte lo que no quiere escuchar


Freno el auto. Suena el teléfono.

Es mi padre.

Me dice que pase por su oficina así hablamos un rato. Le digo que no puedo. Que tengo que ir a ver a Claudito y después a Roberto.

Me insiste.

Reitero que estoy justo entrando a ver a Claudito y que después voy a reunirme con Roberto. Y le digo que después paso.

Bueno, escucho.

Voy hasta la oficina de Claudito, pero no está. Debe haber aprovechado que no está Guillermo para irse un poco antes. Pienso. No puedo ser tan mal pensado. Me digo. Claudito es excelente, súper responsable y súper profesional. De hecho si voy a verlo es para avivarme. Avivarme en cuestiones que el domina con la destreza de los que saben.

Vuelvo sobre mis pasos y salgo para la otra oficina.

Miro para la izquierda y veo a Virginia que está hablando por teléfono. Me cruzo con dos personas. Saludo al pasar. Abro la puerta y salgo a la calle. Camino unos veinte metros. Llego, saludo a Darío que siempre sonríe. Mientras de lejos me mira Flavio.

Camino unos metros y extiendo la mano.

-Mis respetos –le digo. Se ríe y avanzo unos pasos más hasta la oficina de Roberto.

Lo cruzo al Vasco, a Carlitos y a la esposa de Raúl. Están imbrincados hablando entre ellos. Cómo andan, digo.

Salgo y lo veo a Ismael, siempre sonriente también, como Darío.

¿Cómo anda la bicicleta? Muy bien, me dice. Siempre trato de andar porque me hace bien. Pero ahora ando en la moto. ¿Moto? Sí, tengo una de 110. Ah, buenísimo. Es con cambios, ¿no? Sí. Yo tenía la Zanellita, siempre me anduvo bien. Ah, yo tengo también la Juki. Pero esa cuesta arrancar, le digo.

Y sí, es mañera, reconoce.

Lo saludo y sigo unos pasos más. Por fin llego a destino.

Roberto saca la vista de la computadora y me recibe con una sonrisa. ¿Qué hacés rubio?, pregunta.

Hace mucho que no te veo y te vengo a visitar. Me río.

Hacía unos breves minutos que habíamos compartido otra reunión, por otras cuestiones. Otros menesteres. Pero ahora, en este momento vengo a verlo porque quiero avivarme de algunas cuestiones que él domina.

Cuestiones no muy sofisticadas pero que requieren cierta pericia.

Ingreso en los menesteres y hablamos con determinación. Aclara situaciones que estaban bastante aclaradas pero aún tenían ciertos matices difusos. Advierto posibilidades que pululan por el aire. Menciono esas alternativas. Escucho su posición.

No lo noto convencido. Pero hay una hendija donde se ve cierta luz.

Me despido agradeciéndole la conversación y voy a ver a mi padre, que está enfrente.

Hace mucho frío, el invierno no perdona. Cruzo la calle. Lo veo a Gaby. Lo saludo. Observo que se ríe, que anda apurado, que camina hacia enfrente. Parece estar contento. Qué bueno que Gaby esté contento, me digo.

Abro la puerta, lo veo a Maxi.

Lo saludo sonriente. Estás más flaco, le miento. No, no. Sí, sí, le reafirmo con la intención de dejarlo contento, mientras le apoyo la mano en el hombro.

No te creas, dice y se ríe.

El vasco está al lado de la puerta, ¿qué hacés Vasco?, le digo mientras lo abrazo. Acá ando. Avanzo sobre la puerta y entramos.

Está Gustavo. Hola Gustavo, le digo desde lejos, mientras se para. Camino hasta él y lo saludo con un abrazo. Al lado está papá, hola pá, digo y también lo saludo de la misma manera.

El Vasco no sé qué hizo. No sé dónde está. Cualquier cosa que podría decir al respecto sería impropia o mentirosa porque a decir verdad ahora que me detengo en esa situación, veo que el Vasco no está. Es decir, no se lo ve en esa situación.

Raro.

He quedado embrollado con Gustavo en una conversación que ha hecho desaparecer al Vasco.

En fin, me siento junto a Gustavo y los dos estamos frente a mi padre. Están embrincados en un tema que no me interesa, pero de alguna manera me compete. Es un tema en desuso, añejo, resuelto en mi cabeza hace años.

Escucho con atención pero no puedo dejar de intervenir. Sobre todo si me preguntan. Entonces hablo desde el mismo lugar que hablo siempre, con convicción y honestidad intelectual.

Digo lo que pienso, que es a la vez lo que creo conveniente. Y es a la vez también lo que no quiere escuchar mi padre. Lo que se niega a ver. A escuchar. A oír.

Por ende, me transformo en un falso enemigo. Cuando en verdad soy un aliado valioso de su causa.

Pienso.

Enemigo sería si me presto a su motivación para hacerle creer lo que él piensa y yo no pienso.

Aunque por supuesto esa actitud la recibe con encanto. De ahí que quien quiere llevarse bien y dejarlo contento, no hace más que decirle lo que quiere escuchar. Y, si se maneja con mayor destreza, acrecienta o ensalza lo que piensa.

Todo para dejarlo contento y evitar su indeseable mal humor.

Nos adentramos en una conversación donde surgen diferentes cuestiones, escenarios futuros, posibilidades.

¿Vos qué harías?, escucho mientras mi padre me clava la mirada.

Digo lo que pienso. Lo que creo que es conveniente.

Lo que mi padre no quiere escuchar.

Repetimos entonces una lógica recurrente. Me pregunta para escuchar lo que no quiere escuchar. Entonces no escucha. Se enoja y me niega, con palabras cizañeras que parecen querer apuñalarme.

Yo siempre me enojo un poco también porque creo que en su postura exhibe una posición desagradecida. En vez de valorar que le dé una opinión honesta que aporta a resolver sus menesteres, se contentaría si contribuyo a engañarlo, contándole el cuento que se quiere contar.

Luego me voy pensando que lo que alguien no escucha en palabras tarde o temprano lo escucha de la realidad.

Porque quiéramos o no, la realidad siempre habla.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Podés dejar tu comentario como usuario de Blogger, con tu nombre o en forma anónima. Seleccioná abajo.