sábado, 26 de agosto de 2017

De prepo


Cualquier persona está grande para aceptar cosas de prepo.

Nada debe ser peor que a uno se le imponga el capricho ajeno. Y que uno tenga que amoldarse a sus pretensiones.

Es una situación molesta, sufrible e indeseable.

Quizás por eso nada debe ser mejor que el momento crucial de la vida donde uno deja de ser niño para transformarse en adulto. Alza su frente, su voz y por fin toma sus decisiones. Liberándose de la determinación del otro, que lo llevaba a tal o cual lugar o lo obligaba a vivir tal o cual circunstancia.

De pequeño uno no podía más que gruñir un poco, hacer retranca, explicitar sus fundamentos y alzar
la voz hasta el grito.

Todo para ser escuchado.

Y respetado.

Pero nada importaba. Uno era llevado como un esclavo a visitar a la tía segunda, tercera o cuarta, que no había visto nunca. Se quedaba hasta que terminen de comer todos los de la mesa. Iba a tal lugar de vacaciones o por un fin de semana, apagaba la tv a las 22 horas sin chistar o era de algún modo arrastrado a un sinnúmero de circunstancias que el padre, la madre o quien fuera, debía vivir bajo su estricta compañía.

Por eso si por alguna razón uno debería ser considerado y respetuoso del enojo del niño, es justamente porque en su manifestación revela su espíritu rebelde que exige cumplir su propia voluntad como sea.

Y bajo esas circunstancias uno cree que debería respetar no solo el llanto, sino también el grito y toda escena propia de cualquier pequeño endiablado que en vez de doblegarse ante la determinación ajena, se juega por sus convicciones y por construir su propio mundo.

Es claro que con el tiempo las cosas deben cambiar a partir del momento bisagra donde el niño se transforma en adulto y decide por fin ser quién quiere ser y vivir lo que quiere vivir.

Posibilidad que muchos toman, y otros solo observan.

A partir de entonces cualquier situación de prepo que se le imponga pasa a ser su pura y exclusiva responsabilidad, que le exigirá de alguna manera sobrellevarla políticamente o afrontarla hábilmente para no ser doblegado.

Pero hasta el más adulto de los adultos tendrá que lidiar con el prepo que en cierto momento no dudará en visitarlo.

Preguntémonos entonces qué situaciones vivimos de prepo y descubramos qué tan valientes somos capaces de ser.





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sábado, 19 de agosto de 2017

Primogénitos


No voy a describir las situaciones en las que se revela con elocuencia la preferencia de un padre por su primogénito. Ni me voy a adentrar en cuestiones personales propias de la materia para fundamentar evidencias.

Hago escritos breves.

Solo me inquieta, como a cualquier persona que escribe, es curiosa o se siente perturbada por alguna condición propia de la vida humana, esta temática que me incita a observar lo que ocurre.

Quizás con la intención de comprender lo incomprensible, precisar lógicas, o exorcizar reminiscencias de emocionalidades negativas que erosionan la calidad de vida y arruinan el día.

Es conveniente estar atentos a esas inquietudes subjetivas que pueden perjudicarnos y elaborarlas de alguna manera para despojarnos de ellas.

De chico uno se mortifica, sufre, y hasta va al picólogo para salvarse si no es el primogénito y lo observa todo.

No llega a comprender por qué se producen circunstancias donde se advierten con claridad favoritismos, y se lamenta ante hechos que primero parecen ser sutiles y luego se manifiestan con elocuencia.

Como si la inercia del padre fuera inquebrantable en el propósito de beneficiar al primogénito a como dé lugar.

De grande hasta uno se ríe de las lógicas que sostienen pantomimas. Y apenas si le presta algo de atención cuando se presentan con elocuencia o se elaboran burdos relatos que las justifican.

Pero ya lo ha visto todo, ya lo observa todo, y ya vaticina lo que esas lógicas presagian al suceder.

Debe haber algo en la cabeza de los padres que asumieron quizás las viejas usanzas para honrar una filosofía que favorece a sus primogénitos por sobre todas las cosas.

Quizás cuanto más inseguro y menos desarrollado es el padre, mayor ímpetu tiene por impulsar diferencias y beneficiar a su hijo mayor.

Tal vez el padre quiere que su hijo mayor sea su leyenda y exija de algún modo una consecuencia en sus proyectos, intenciones y caprichos, que el propio hijo primogénito se vea obligado a cumplir.

Por eso quizás ser primogénito tiene notables beneficios pero al mismo tiempo demanda consecuencias que muchas veces deben ir contra la voluntad y el sentido individual de la persona.

Ser el segundo hijo, el tercero o el cuarto, es una suerte para quienes creemos en la facultad de construir nuestra propia vida, tomar nuestras propias decisiones y honrar nuestras auténticas intenciones.

Hay que agradecerle a Dios semejante bendición.






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