sábado, 21 de abril de 2018

Viejo y gruñón


No me preocupa ponerme viejo.

Lo que me preocupa es ponerme viejo cabrón, malhumorado y quejoso.

Ese es el riesgo inminente y por eso debo estar atento. Como supongo que deberíamos estar todos atentos. Caso contrario uno corre riesgo de envenenarse con su propio veneno.

Así que ando por la vida disfrutando todavía una buena edad pero alerta. Porque cada tanto, o con mucha frecuencia, me advierto que estoy merodeando la cornisa a punto de caer en el descontento que termina intoxicándome en la queja.

Pero, ¿de qué me quejo? O, ¿de qué nos quejamos?

Siempre hay motivos, claro. Los más frecuentes suelen ser en mi caso los que aporta la decadencia.

Quizás nada me indigna más que saber que la mitad de los chicos terminan la secundaria sin comprender textos básicos. No puedo creer la dimensión que ha alcanzado esta estafa. Y que siempre se hable de salarios en vez de remplazar a todos los responsables de robarle el futuro a los chicos.

Después hay cuestiones en apariencia menores pero que tienen importancia. Caminar entre la caca de perro por las veredas de Buenos Aires y ver como los amos se van indiferentes al sorete que dejan sus mascotas sin culpa.

Y ver los cables que los de Iplan dejan sobre el contrafrente pasando desde el edificio donde vivo hacia los otros edificios, con la misma impunidad que obran los que dejan las cacas primero en las veredas y luego en las suelas de los transeúntes.

La queja no es tonta. Uno se queja porque quiere cambiar la realidad. Porque no la acepta en sus peores aspectos y tiene la ilusión de que algo puede hacer. Que por lo menos no va a ser partícipe de convalidarla o fomentarla. Y que va a dar pelea desde algún lugar con sus propias armas.

Aunque el resultado sea incierto o adverso.

Qué importa, lo relevante es quedarnos tranquilos sabiendo que fuimos consecuentes con nuestra capacidad de acción.

Que nos alzamos en armas de algún modo y ofrecimos pelea.

Nada más triste que quedarnos doblegados en un espíritu dócil y sumiso que contribuye a que el mundo se deteriore irremediablemente. Para eso están los cómodos, los haraganes, los que carecen de valor para luchar por lo que vale la pena vivir.

Los pusilánimes.

Bien podría yo decir que es un país decadente, que sufre su propia cultura.

Claro que sería injusto con innumerables aspectos. Pero cuando uno se transforma en viejo y gruñón, no pueden salirle otras palabras de la boca.

Es mentira que somos un país genial y tenemos el mejor equipo del mundo, o los mejores jugadores del planeta.

Lo que tenemos es una soberbia colectiva inconmensurable, que no la educa la realidad.

¿Nadie se percató todavía que el último mundial ganado fue en 1986?

Pareciera que no, porque no son pocos los argentinos que piensan que esta vez seremos campeones indefectiblemente. Porque, quién duda, ya sabemos quién tiene el mejor equipo del mundo, ¿no?

Es solo un detalle.

El meollo quizás tiene que ver con la cultura que enorgullece a muchos compatriotas y que bien podría suponer algún quejoso gruñón que es la principal responsable de nuestro declive.

Es la viveza criolla la que nos sepultó en la decadencia.

La trampa siempre tiene patas cortas y termina mal.

Puede alguien festejar un logro esporádico y pasajero. Puede vanagloriarse de una insana picardía que le permitió algún resultado.

Un gol con la mano o lo que fuera.

Como los cables aéreos tirados impunemente en el interior de las manzanas de Buenos Aires, conformando verdaderos árboles de navidad que perjudican a todos los vecinos.

Pero la cultura de la trampa es siempre penosa. Ofrece un dudoso beneficio a corto plazo.

Y termina mal.

Si no, piensen ustedes los innumerables ejemplos que la decadencia nos ha ofrecido.



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